Este texto es una adaptación libre del relato corto de Dostoyevski que se titula "El árbol de Noel y una boda".
Era la hora del
lobo cuando una oscura nube cubrió la Luna por completo. Mi única fuente de luz
era una pequeña vela casi consumida por el crepitar de una llama, que
proyectaba sombras alargadas que danzaban por mi dormitorio. Parecía que
llevaba eones allí, sentado delante de aquel pergamino aún impoluto, sujetando
con delicadeza una pluma, sin saber qué decir o qué escribir. Pero es que la
boda de hacía apenas un par de días me había perturbado por completo, despertando
en mí memorias que yo creía enterradas; recuerdos congelados que se habían
derretido demasiado rápido, sin darme tiempo siquiera a asimilarlos. El baile,
la fiesta, la niña… Salí de mi estado de hibernación oyendo, a lo lejos, el
triste ulular de una lechuza, perdida en aquel páramo neblinoso al que yo
llamaba hogar. Sintiendo la imperiosa necesidad de librarme de mis demonios, mojé
la pluma en el tintero con el pulso tembloroso y empecé a escribir…
***
La travesía fue
larga e incómoda. La nieve y el hielo que cubrían las estepas siberianas no
sólo habían entorpecido mi viaje, haciéndolo ingrato y fatigoso, sino que también
habían demorado mi llegada a la mansión. Salí del carruaje sintiendo el crujido
de mis frágiles huesos, que se quejaban por la humedad que habían absorbido durante
aquellas más de cinco horas marchando por la más absoluta de las intemperies.
Hacía años que no
veía a Filipp Aleksiéyevich, por lo que recibí aquella repentina invitación a
su fiesta de Navidad con recelo y estupor. Habíamos compartido grandes momentos
en nuestra juventud, cierto, pero hacía ya más de una década que no
entablábamos correspondencia. Por lo que había llegado a mis oídos, no fui el
único que quedó relegado de su siempre atenta compañía, pues por lo que parece,
todo su círculo más próximo se vino abajo de la noche a la mañana. Dicen las
malas lenguas que empezó a verse con mujeres exóticas del Asia Menor, con
condes de pequeños estados centroeuropeos e incluso con sacerdotisas paganas
llegadas del Norte. En lo que parecía coincidir todo el mundo es que las nuevas
compañías de Filipp Aleksiéyevich tenían algo de inquietante, pues podías
descubrirlas llegando por la noche en oscuras diligencias para no volverlas a
ver jamás, como si se evaporaran por la madrugada, dejando tras de sí como
único halo las hipnotizantes brumas del amanecer.
-
¿Trae su máscara, señor? –me preguntó un joven enclenque con una leve
inclinación de cabeza.
Asentí, escapando
de mis vaporosas conjeturas y, con premura, pues quería dejar atrás la nieve,
el hielo y aquella gélida noche cuanto antes, me engalané con un antifaz negro
rasgado de azul oscuro y seguí al sirviente hasta la mansión.
Una ola de calor me
recorrió todo el cuerpo nada más entrar y enrojeció mis entumecidos mofletes, que
reaccionaron con alivio ante aquel clima mucho más amable que el del despiadado
invierno. Aquello, más que un baile, parecía el festival de la opulencia, donde
damas y barones de pieles macilentas y largos vestidos de encaje danzaban sin
descanso al ritmo del Gudok y la Balalaika. Que todos lleváramos máscara, en
cierto modo, me relajó, pues si el hablar ya no forma parte de mi naturaleza,
verme obligado a socializar con completos desconocidos ya no es que me diera
pereza, sino que me horrorizaba por completo. Pero parecía que no era el único,
pues un hombre de semblante adusto que vestía bellas prendas de terciopelo azul
permanecía postergado, en silencio, junto a una ventana, prefiriendo la compañía
de sus patillas a la del ser humano. Decidí seguir su ejemplo, por lo que me
dirigí a una discreta silla de madera que entreví en la sala contigua para
alejarme de toda aquella algarabía. Allí me senté, descubriendo que gozaba de
una perfecta visión del salón, oculto como estaba entre las sombras, rodeado
solamente por unos elegantes cortinajes rojos que parecían protegerme del resto
del mundo.
Verdes, azules,
violetas, doradas… Máscaras de todos los colores se mezclaban al son de la
música y componían una espiral tan radiante que parecía competir en hermosura con
el mismísimo árbol de Navidad. En un principio me fijé en un singular enano que
vestía de rojo y que bailoteaba solo, completamente enajenado del bullicio que retumbaba
a su alrededor, aunque, sin embargo, mi atención pronto se desvió hacia un
hombre corpulento, oculto tras un antifaz negro como la noche, que parecía ser
el centro de casi todas las miradas. Después de varios intentos infructuosos,
finalmente logré cazar su nombre. Se llamaba Yulián Mastakóvich, sin duda, el
huésped de honor. Probablemente, era un miembro de la nobleza o un comerciante
de Moscú, a juzgar por las numerosas joyas que adornaban sus dedos encallecidos,
que me recordaban inexplicablemente a las garras de un quiróptero.
El ambiente estaba
demasiado cargado de hipocresía y fanfarronería para mi gusto, por lo que escapé
de aquel vórtice de exuberancia para fijarme, por primera vez, en los niños,
que, acuclillados frente al árbol de Navidad, arrancaban sus regalos como si
estuvieran poseídos por alguna fuerza demoníaca. Ellos eran los únicos que no
llevaban máscara. Distinguí a los cinco hijos rechonchos de Aleksiéyevich pese
a no haberlos visto nunca, pues su parecido con su padre era irrefutable, pero
también había algún que otro crío de menos rango social; engendros bastardos de
lores con alguna criada o hijos de alguna viuda caída en desgracia. Lo más
sorprendente de todo es que sólo había una chica, ¡pero qué chica! No debía
tener más de once años, aunque tengo que reconocer que jamás he visto una
mirada más tierna que la de aquellos ojos lacustres que parecían pozos
vírgenes, llenos de sueños y fantasías. Parecía ser de buena familia, pero aún
así, probablemente abrumada por aquel ambiente guiado por la hipérbole y el
frenesí, decidió refugiarse donde yo, junto a su recién hallado presente: una muñeca
rubia envuelta en un elegante vestido ceniciento.
La niña no me había
visto, por lo que aproveché para levantarme, sin hacer ruido, y replegarme en
los cortinajes que tenía a mis espaldas, en los que me envolví hasta que ellos
y yo fuimos uno. Me quedé quieto donde estaba, hipnotizado por el tambaleo de
las llamas de la chimenea, que generaban un bonito juego de luces y sombras
sobre el delicado rostro de la chica. Estaba tan concentrado en ella, y en cómo
peinaba a su muñeca, que casi no advertí la llegada de dos hombres con túnicas
moradas, que se dirigieron hacia el fondo de la habitación, donde reposaba un
inmenso candelabro de plata bruñida. Con sutileza, tiraron de la única vela
apagada y desaparecieron tras las cortinas rojas al son de un escalofriante
sonido de ultratumba.
Aturdido, sin dar
crédito a lo que acababa de presenciar, me volví de nuevo hacia la chica, a la
que ahora se le había unido uno de los muchachos de más bajo estrato social. Pero
ni los trapos que llevaba como prendas, ni los restos de hollín en sus uñas
parecían ser un impedimento para el mutuo goce de su juego pueril.
-
Trescientos… Once, doce, ¡trece mil años! O quizás incuso catorce. Más
los trecientos mil rublos, o cuatrocientos, menos los impuestos. Bien… Doce por
cinco… –Yulián Mastakóvich se quedó mudo al ver la cándida escena que protagonizaban
los dos niños y su muñeca– Así que estás aquí…
Mastakóvich se
acercó a la extraña pareja y, sonriendo, pasó su fláccida mano por la cabellera
dorada de ella, hasta llegar hasta su suave mejilla, inmaculada como los
primeros copos de nieve de invierno.
-
¡Usted no pinta nada aquí, señor Mastakóvich! –le espetó el crío– ¡Que
no ve que estamos jugando!
Aunque la sonrisa
de Yulián no se extinguió, sí pude ver como su semblante se ensombrecía, y me
descubrí a mí mismo retrocediendo hasta chocar contra la pared, presa de un
repentino miedo irracional. Algo iba mal.
Mastakóvich empezó
a acariciar el delicado brazo de la niña con finura, y lo resiguió hasta llegar
a su mano, que se llevó a sus labios agrietados. Le chupó un dedo, aunque no
conseguí distinguir cuál. Lo que sí percibí claramente es el miedo que se
apoderó de ella de golpe. Hasta el chiquillo se había quedado sin habla,
totalmente paralizado ante aquel gesto tan estrafalario como perverso.
Mastakóvich no había acabado. Dejó la mano de la joven y posó la suya sobre su
cintura. Como si estuviera gozando del tacto rugoso de su vestido empezó a recorrerlo
hasta llegar a sus incipientes pechos, que empezó a constreñir con la lujuria
de un amante celoso. Mastakóvich se lamió el labio superior con placer.
-
¡Ya basta! –aulló el niño, saliendo de su letargo, que intentó inútilmente
llevarse al suelo de un empujón al corpulento noble.
Con un gesto
rápido, Mastakóvich alargó su brazo hasta unas tenazas que reposaban junto a la
chimenea y golpeó al niño en la frente con ellas, desestabilizándolo, pero antes
de que cayera en el suelo logró cogerlo por el hombro y lo inmovilizó.
Entonces, apretó las pinzas hasta que se juntaron del todo y se las clavó en el
cuello con un movimiento seco. El chico quiso pronunciar fútilmente algo que
quedó reducido a un ininteligible gorgoreo, pues murió enseguida, ahogado por
su propia sangre. Mastakóvich aflojó su mano y dejó que el cuerpo del muchacho cayera,
inerte, en el suelo.
El fuego danzaba
más vivo que nunca, y el crepitar de las brasas parecía incluso amortiguar el
estruendo del baile que se celebraba a escasos metros de nosotros. Yo estaba
sudando y la chica abría y entrecerraba la boca como si quisiera decir algo,
aunque las palabras se le habían quedado atragantadas por el miedo. Completamente
fuera de sí, Mastakóvich mandó al chico de una patada hasta detrás de las
cortinas, que engulleron su cadáver con voracidad, dejando en el suelo un
viscoso charco de sangre.
Sin perder tiempo,
Mastakóvich se quitó el antifaz, revelando un rostro surcado por decenas de
profundas arrugas, y se acuclilló hasta tener a la niña a su misma altura.
Entonces hizo un misterioso aspaviento con su mano justo por delante de los
ojos temerosos de ella. No dijo nada. Ninguno de los dos lo hizo, pero noté un
cambio en el ambiente. Tardé un poco en discernir de qué se trataba, aunque
finalmente lo averigüé. La chica había dejado de temblar.
-
Bien –musitó Mastakóvich. Entonces su mandíbula se agrandó y sus
colmillos se alargaron como un par de espadas afiladas que buscan un lugar
dónde clavarse. Sabía lo que vendría a continuación...
El mordisco fue
rojo y frío. La sangre salió a borbotones y manchó las prendas de ambos, que
rápidamente se tiñeron de un rojo aún más intenso que el de los cortinajes. Yulián
Mastakóvich estaba tan ocupado sorbiendo del cuello de su inocente víctima que
tardó unos instantes en percatarse de que Filipp Aleksiéyevich acababa de
entrar a la cámara. Como si fuera un autómata, éste aguardó a que su huésped de
honor acabara su labor, algo que tardó en ocurrir, al menos para mí, que seguía
en mi escondite conteniendo la respiración y rezando para que el fuerte latir
de mi corazón no llamara la atención de ninguno de aquellos prohombres.
Finalmente Mastakóvich
se levantó, aún con sangre goteando de su mandíbula, e indicó a su anfitrión
con un brusco movimiento de cabeza que ya se podía llevar a la chica.
Aleksiéyevich asintió y obedeció, como si fuera presa de un arcaico hechizo. No
había duda de ello, pues ninguna máscara podía ocultar un brillo como el de sus
ojos, que habían abandonado el verde primaveral de las estepas siberianas que
yo conocía tan bien para convertirse en dos brasas ardientes que rugían,
coléricas, desde sus entrañas.
Con la chica en
brazos, uno, y recuperando la sonrisa socarrona el otro, ambos salieron de la
habitación para perderse entre la multitud del salón, donde todo el mundo
seguía bailando con insaciable arrebato. Quise seguirles, pero me detuve al ver
que dos hombres vestidos como arlequines, acompañados de una mujer cubierta con
un velo esmerilado, entraban a la cámara y se dirigían donde el candelabro de
plata. Como hicieron sus camaradas hacía pocos minutos, accionaron el mecanismo
oculto y traspasaron las cortinas, desvaneciéndose por completo.
Temiendo quedar
recluido donde estaba para siempre o, peor aún, por miedo de que me
descubrieran espiando, salí de detrás de las cortinas y me metí de nuevo en el
salón. Ahora, si Filipp Aleksiéyevich o Yulián Mastakóvich permanecían allí no
lo puedo decir con seguridad, pues no conseguí dar con ellos. La gente seguía
danzando, como si nada de lo que yo había visto hubiera ocurrido. Todos lo
hacían, excepto el hombre de las patillas prominentes y una señora que vestía
de luto que parecía buscar a su pequeño, desconociendo que no se encontraba muy
lejos de allí, inmóvil, sin vida...
***
Una lechuza ululó,
perdida en la penumbra, no muy lejos de aquí. Paré de escribir. Se me había
acabado la tinta, pero tampoco había mucho más que añadir. La noche siguió su
curso y volví a mi humilde morada con más pesadillas que nunca. Desconocía
dónde habían ido Mastakóvich y Aleksiéyevich aquella noche; desconocía a dónde
llevaba el pasaje oculto de detrás de las cortinas rojas y desconocía si la
niña había logrado sobrevivir el estremecedor ataque de lo que quiera que fuese
Mastakóvich. Incógnitas que no se disiparon hasta hace un par de días, al menos
por lo que incumbe a este último asunto. Resulta que la chica sí vivió, si es
que puede decirse así. De hecho, se ha casado, aunque supongo que no hace falta
especificar con quién. Mastakóvich. Siempre Mastakóvich… Su cuenta le salió bien, al fin y al cabo:
permanecerían juntos durante más de trece mil años …
Mañana puedo ir a
por más tinta y claudicar mi relato, aunque dudo que lo haga. Hay demonios que
conviene no importunar e historias que conviene dejar en paz. Me temo que ésta
es una de ellas. Quizás la reanude en mi lecho de muerte o quizás cuando deje
de tener pesadillas, si es que éstas cesan algún día.
Un golpe de aire se
coló por el resquicio de la ventana y apagó mi vela de golpe. Las sombras se
arremolinaron y el frío de la noche penetró a mi dormitorio sibilinamente.
Aunque no podía ver nada, perdido en la más absoluta oscuridad, sabía que el
beso no tardaría en llegar. Derramé una lágrima, aunque no sé si fue dulce o
amarga. Fue entonces cuando noté aquella caricia vacía, aquel aliento sin aire…
Y me dejé llevar por su mano, que me ahogó en las profundidades de la noche.
Escrito por Adrià Guxens
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